viernes, 8 de mayo de 2009

Crítica en Revista Llegás.

El silencio como partitura
Calificación: HAY QUE VERLA
Largo silencio, larga espera, larga mesa. En un extremo la madre teje, en el otro el padre intenta una mínima partida de ajedrez. Los dos están muy lejos, hacia adentro. Se miran de reojo, pero no necesitan decirse nada, saben que ambos aguardan que ese hijo que se fue vuelva de pronto. Por la ventana, se divisa que la zona donde residen se está vaciando. En el primer autobús que frena, baja el hijo.
Bajo estas claves arquetípicas se pone en movimiento la nueva obra del dramaturgo noruego Jon Fosse, de quien hasta ahora solo teníamos referencias por La Noche canta sus canciones, llevada a cabo por Daniel Veronese. En esta oportunidad es Martín Tufró –director de Cuarentena y Espacio Vital, y permanente asistente de Alejandro Tantanian– quien se pone en el centro de esta familia en estado crónico de mute. Bajo su ala Julio Molina, como el padre, y Susana Pampín, la madre, forman el binomio parental, con extrema justeza y sólida tensión. Del mundo exterior a esta casa, desembarcan el hijo –Leandro Rosembaum– y Pablo Rinaldi, como el vecino que sabe demasiado.
Con un marcado tono de parábola, no hay nombres propios en El Hijo, cada uno de ellos debería cumplir un rol social al menos, pero ni siquiera. No puede ser expresado. Tufró traduce en materia la intensión del texto, genera un poética del silencio, dando cuenta de que lo no dicho debe seguir oculto. Las marcaciones en la interpretación hacen pie en la dirección de miradas entre los cuatro protagonistas para generar un sistema de gestos fríos, inmovilidad paulatina y algunos enunciados perdidos. Y nada más que eso. Se destaca Pampín, como la madre que desde sus últimos alientos es sostén de esta estructura. Cabe mencionar también a Pablo Rinaldi, que en su rol del único vecino, intenta con una actuación inquieta y violenta, cortar la pasividad de estos padres, respecto de su primogénito. Pero sus palabras no alcanzan a convencerlos. Todo entre ellos seguirá igual, o quizás bastante peor.
En El Hijo, Martín Tufró integra todos los elementos –escenografía, espacio, texto, registro y tono de interpretación– sin que haya ningún capricho estético que se torne díscolo, pretencioso o intelectual. Todo encuentra su lugar en sí mismo, y en relación con la totalidad. El magnífico uso de la escenografía –desarrollada por Oria Puppo– funciona como un texto más. Esa mesa larga, desubicada en este ámbito familiar, nos obliga a ingresar en un mundo que de tan enrarecido parecería inhabitable, donde solo los signos de vestuario nos referencian alguna época, que tampoco es clara.
La ventana, sobre el tabicado escenográfico, que mira a un “afuera” oscuro, refuerza el concepto del no-lugar. ¿Pero qué une un texto que desarrolla el muy visitado tema de los vínculos familiares con esta sensación de inmaterialidad que atraviesa todo el espectáculo? Pareciera que Tufró conoce lo trillado de la representación de las familias disfuncionales, y quiere universalizar y proyectar la obra en dos aspectos: el social y el teatral, relacionándolos. Con el primero expone las miserias de los vínculos primarios, de que no importa el momento histórico, ni siquiera el lugar geográfico: todas las familias enferman, son sinistras, y lo son, entre otras cosas, porque para no fragmentarse eligen el silencio como partitura. Haciéndose eco de esto y de su imposibilidad de cambio, en lo teatral, Tufró no da respuestas y no intenta mostrar una salida. No utiliza la pieza para bajar una línea moral o didáctica, y en la puesta antepone a ese silencio familiar cotidiano, un silencio más duro y explícito.
El Hijo es una tragedia moderna y radical, que desde su cerradura invita a mirar dentro de nuestro propio living. Nos sentimos incómodos y avergonzados, pero en fin, las cosas son inalterables y mejor no hablar sobre ellas.

Juan Ignacio Crespo